lunes, 26 de noviembre de 2012

1x04 - El tiempo sin relojes


Yo, igual que Garfio, siempre odié a Peter Pan. Nunca dejé de intuir lo siniestro tras su laberinto de dedales perdidos, de besos olvidados. Nunca dejé de sentirme inquieto tras su rastro de hojas de árboles extranjeros, de tiempo suspendido.

La silueta de Peter se recortaba sobre el cielo de Londres en las noches más inesperadas. Su visita era la visita caprichosa de un fantasma sin memoria, de un recuerdo no evocado que rompía como un intruso la calma de un pensamiento ausente. Nunca recordaba que ya había estado allí antes, que la mano a la que se aferraba al salir por la ventana era la misma que le había sostenido tantas veces antes. Peter no sabía más que del presente, pues el pasado y el futuro implicaban unos interrogantes a los que había renunciado cuando entendió que no podía crecer. El tiempo para él era simplemente un ente mimético, estático, imposible de medir. Y así, con la risa salvaje del que vive eterno atrapado en un momento feliz, surcaba el cielo nocturno de la mano de Wendy hacia su tierra de minuteros sin minutos. A Nunca Jamás. A esa isla que no era un lugar, sino un momento. Un momento al que no se podía volver a no ser que a uno le acompañasen él y su comparsa de sombras.    
  
Y allí, en esa tierra de tiempo detenido, tierra de muertos, jugaba sin destino ni final a saltar sobre los números de una rayuela pintada con tiza a su antojo. Jugaba a seducir a las sirenas mientras olvidaba las promesas que le había hecho a Campanilla, el viaje que le había prometido a Wendy. Peter siempre quería estar pero rara vez estaba. Peter siempre juraba tener ganas pero en el último momento un destello distraía su mirada de niño y le llevaba lejos de allí. A otras aventuras, a otras manos, a otros rincones lejanos de ese doblez que era su tiempo. Y dejaba tras de sí los dedales, las promesas, las hojas secas. El cortejo de sombras y palabras que hacían daño a todo el mundo menos a él. Peter Pan no tenía memoria ni consciencia de sí, y por eso nunca echaba de menos. Ni quería. Ni odiaba. Ni sentía nada que no fuera la excitación del presente caminando por las venas con su sangre.

Yo, igual que Garfio, también me tenso con el tic tac de los relojes. Con el cocodrilo afilado y sus dientes vestidos de muerte insistente. Con el tráfico lento y el paso de los días. Con la amenaza incierta de mañana y la sombra como juicios del pasado. Yo, igual que Garfio, entendí que Peter y yo somos uno. Que su soberbia de niño eterno es nuestro miedo a los relojes disfrazado de rebeldía. Que su miedo le mantuvo cautivo en esa jaula de oro llamada Nunca Jamás, que no es si no nuestra nostalgia revestida de eternidad insostenible. Entendí que nuestra lucha es la misma y nuestra obsesión compartida. Que él anida en el tiempo sostenido para no enfrentarse a la traición de Wendy. Que en nosotros el garfio es la cicatriz que nos surcó la piel al perder esa batalla. Que en él las heridas siempre se dan hacia fuera, nunca hacía él mismo. 

Y por eso le odiamos, Garfio y yo, compartiendo cañones y moscas mientras se nos nubla la mirada con cada dentellada que el cocodrilo nos lanza, con cada adiós que nos dedica la chica. Y miramos nuestros bolsillos y los encontramos llenos de dedales, besos y hojas muertas. Y le odiamos más. Porque a nosotros también nos prometió volver y algo cruzó, en el último instante, atrapando su mirada.

A mí, al igual que a Peter, la sombra se me ha escapado del cuerpo. Y anda por los muelles dibujando piruetas mientras yo me debato entre dejarla ir o coserla a mis tobillos. Entre dejarme llevar o asegurarla en el suelo. Ella sobrevuela por el viento ya cansada de esta piel solitaria y de estos pies tan afirmados con interrogantes en el suelo. 

En los muelles de Goon hay una ventana que al abrirla da a otros mundos. Algunas noches los susurros del aire la abren y mi sombra viene a verme. Su silueta se recorta caprichosa sobre el cielo y me invita a acompañarla sin saber bien a qué espero.

Luego la encierro con llave y la veo pasear al otro lado del cristal. Me tumbo y acaricio mi garfio.
Y me paso la noche mirando las estrellas, intentando acertar una respuesta.

¿A qué espero?

1 comentario:

  1. Me ha gustado mucho este texto, Jesús. Seguramente mucha gente nos sentimos identificados con lo que dices.
    Un abrazo

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