Yo, igual que
Garfio, siempre odié a Peter Pan. Nunca dejé de intuir lo siniestro tras su laberinto
de dedales perdidos, de besos olvidados. Nunca dejé de sentirme inquieto tras
su rastro de hojas de árboles extranjeros, de tiempo suspendido.
La silueta de
Peter se recortaba sobre el cielo de Londres en las noches más inesperadas. Su
visita era la visita caprichosa de un fantasma sin memoria, de un recuerdo no
evocado que rompía como un intruso la calma de un pensamiento ausente. Nunca
recordaba que ya había estado allí antes, que la mano a la que se aferraba al
salir por la ventana era la misma que le había sostenido tantas veces antes.
Peter no sabía más que del presente, pues el pasado y el futuro implicaban unos
interrogantes a los que había renunciado cuando entendió que no podía crecer.
El tiempo para él era simplemente un ente mimético, estático, imposible de
medir. Y así, con la risa salvaje del que vive eterno atrapado en un momento
feliz, surcaba el cielo nocturno de la mano de Wendy hacia su tierra de
minuteros sin minutos. A Nunca Jamás. A esa isla que no era un lugar, sino un
momento. Un momento al que no se podía volver a no ser que a uno le acompañasen
él y su comparsa de sombras.
Y allí, en esa
tierra de tiempo detenido, tierra de muertos, jugaba sin destino ni final a
saltar sobre los números de una rayuela pintada con tiza a su antojo. Jugaba a
seducir a las sirenas mientras olvidaba las promesas que le había hecho a
Campanilla, el viaje que le había prometido a Wendy. Peter siempre quería estar
pero rara vez estaba. Peter siempre juraba tener ganas pero en el último
momento un destello distraía su mirada de niño y le llevaba lejos de allí. A
otras aventuras, a otras manos, a otros rincones lejanos de ese doblez que era
su tiempo. Y dejaba tras de sí los dedales, las promesas, las hojas secas. El
cortejo de sombras y palabras que hacían daño a todo el mundo menos a él. Peter
Pan no tenía memoria ni consciencia de sí, y por eso nunca echaba de menos. Ni
quería. Ni odiaba. Ni sentía nada que no fuera la excitación del presente
caminando por las venas con su sangre.
Yo, igual que Garfio,
también me tenso con el tic tac de los relojes. Con el cocodrilo afilado y sus
dientes vestidos de muerte insistente. Con el tráfico lento y el paso de los
días. Con la amenaza incierta de mañana y la sombra como juicios del pasado.
Yo, igual que Garfio, entendí que Peter y yo somos uno. Que su soberbia de niño
eterno es nuestro miedo a los relojes disfrazado de rebeldía. Que su miedo le
mantuvo cautivo en esa jaula de oro llamada Nunca Jamás, que no es si no
nuestra nostalgia revestida de eternidad insostenible. Entendí que nuestra
lucha es la misma y nuestra obsesión compartida. Que él anida en el tiempo
sostenido para no enfrentarse a la traición de Wendy. Que en nosotros el garfio
es la cicatriz que nos surcó la piel al perder esa batalla. Que en él las heridas
siempre se dan hacia fuera, nunca hacía él mismo.
Y por eso le odiamos, Garfio y yo, compartiendo cañones y moscas mientras se nos nubla la mirada con cada dentellada que el cocodrilo nos lanza, con cada adiós que nos dedica la chica. Y miramos nuestros bolsillos y los encontramos llenos de dedales, besos y hojas muertas. Y le odiamos más. Porque a nosotros también nos prometió volver y algo cruzó, en el último instante, atrapando su mirada.
Y por eso le odiamos, Garfio y yo, compartiendo cañones y moscas mientras se nos nubla la mirada con cada dentellada que el cocodrilo nos lanza, con cada adiós que nos dedica la chica. Y miramos nuestros bolsillos y los encontramos llenos de dedales, besos y hojas muertas. Y le odiamos más. Porque a nosotros también nos prometió volver y algo cruzó, en el último instante, atrapando su mirada.
A mí, al igual que a
Peter, la sombra se me ha escapado del cuerpo. Y anda por los muelles dibujando
piruetas mientras yo me debato entre dejarla ir o coserla a mis tobillos. Entre
dejarme llevar o asegurarla en el suelo. Ella sobrevuela por el viento ya
cansada de esta piel solitaria y de estos pies tan afirmados con interrogantes
en el suelo.
En los muelles de Goon hay una ventana que al abrirla da a otros mundos. Algunas noches los susurros del aire la abren y mi sombra viene a verme. Su silueta se recorta caprichosa sobre el cielo y me invita a acompañarla sin saber bien a qué espero.
En los muelles de Goon hay una ventana que al abrirla da a otros mundos. Algunas noches los susurros del aire la abren y mi sombra viene a verme. Su silueta se recorta caprichosa sobre el cielo y me invita a acompañarla sin saber bien a qué espero.
Luego la
encierro con llave y la veo pasear al otro lado del cristal. Me tumbo y
acaricio mi garfio.
Y me paso la
noche mirando las estrellas, intentando acertar una respuesta.
¿A qué espero?