Había
que acelerar hasta ponerse a ciento cuarenta kilómetros por hora,
¿recuerdas?. Había que introducir la fecha del viaje en el panel y hacer
que el condensador funcionara. Había que pisar a fondo y confiar que en
el último segundo un rayo, un monopatín o una vía de tren aún sin
construir hiciera posible el milagro y nos trajera de vuelta a casa, a
punto para el baile. Pero a Marty siempre le salían las cosas bien.
Tenía siempre el as de la manga en la mirada y tenía todo el tiempo del
mundo. Llegaba tarde a clase y no soportaba que nadie le llamara
gallina.
Era
un tipo especial, pero tenía problemas de chico corriente. No tenía
muchos amigos y se preguntaba quiénes eran los dos extraños que se
sentaban a la mesa a cenar cada noche. Marty, al igual que la mayoría de
adolescentes, no era capaz de intuir a la persona que se escondía tras
la figura de su padre. Vivía ajeno a los caminos que habían llevado a
sus padres de la mano hasta la mesa donde cenaban en silencio. Conocía
la anecdota, sí, el baile
del
encantamiento bajo el mar, pero desconocía los pasos en falso, las
ilusiones, los atrevimientos, las manías. Desconocía que habían tenido
una vida. Que su apática madre se montaba con cierta facilidad en los
coches de los chicos, que bebía alcohol cuando estaba prohibido. Que su
padre tenía talento para escribir y pocos reparos a la hora de espíar a
mujeres desnudandose. Marty tuvo una forma curiosa de andar el camino
que todos andamos. Pudo remontar el tiempo y mirar a los ojos a un joven
George McFly con el que compartió confidencias, miedos, ilusiones. Pudo
conocer a una joven muchacha que, antes de convertirse en su madre, se
enamoró de él y le persiguió por los pasillos del colegio. Después de
aquel viaje Marty pudo ver en ellos a los padres y a las personas, como
nosotros cuando aprendimos a mirar más allá de nuestro ombligo. Pero
hizo falta mucho más ¿recuerdas? George tuvo que cambiar y echarle valor
para poder bailar con la chica. Uno siempre quería ser como Marty pero
se reconocía mucho más en George, con poca gracia y el matón siempre
detrás de la oreja. Por eso resultaba tan gratificante ver a Biff caer
desde lo alto de su imbecilidad impulsado por el puñetazo de George. Al
final él también sacó su lección. Al igual que Daniel San, se fue de
allí con la dudosa idea de que la confrontación y la lucha son el camino
más corto para llegar al respeto y a la chica.
Marty arreglaba su vida
arreglando la de los demás. Arregló la de sus padres y, sobre todo,
salvó a Doc de una muerte repentina. Ambos aprendieron que, al final,
los libios siempre nos acaban encontrando. Que no se puede escapar de
ciertas cosas. Pero que, contar con el otro, confiar en él, puede
convertirse en el chaleco antibalas que nos salve la siguiente vez que
vengan.
En
los muelles de Goon hay un Delorean aparcado. Tiene las luces rotas y
le falla el contacto de la llave. Puede verse en el panel la fecha de
los últimos viajes. Estuvo en los ochenta y luego estuvo en el futuro.
Viajó exactamente al 5 de julio de 2010. Hace un año de aquel futuro y
las cosas no son cómo esperabamos, ¿recuerdas?, aquel verano en el que
el tiempo se detuvo bajo la forma de un cartel de "to be continued".
Algunas noches me paseó por allí y me dejo caer en el asiento del
conductor. Marco fechas pasadas en el panel, aguanto la respiración,
giro la llave y cierro los ojos esperando al abrirlos estar lejos de
aquí. Pero mi Delorean nunca se mueve y desando el camino barruntando
recuerdos. Y me duermo otra noche preguntandome de dónde voy a sacar el
valor para construir mi chaleco antibalas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario